La Casa que olía a higos
La casa de mis viejos, a la que llegué temeroso porque la noche la envolvía entre sombras e imaginarios que solo estaban en mi cabeza. A la que, en principio, no podía entrar por miedo al viejo Tony, un perro baboso que solo se amansaba ante la mano de mi padre. La casa que olía a papa, calabazo, habas, maíz y a tierra húmeda labrada por ese campesino que se adelantaba al sol para compartir con la vecindad.
La vieja casona estaba rodeada solo de terrenos, silencio y paz. Se podía entrar por cualquier lado, solo era cuestión de cruzar los alambrados y dar un par de saltos. Incluso, solía dar un grito para que salgan a mi encuentro y recibir la bendición de mi madre.
Era de despertares helados y de agua que mordía del frío; de exclusiva vista al Chiles y Cumbal… de la que era imposible salir con los zapatos limpios o de la que solía quedarme aguaitando, junto al callejón que daba a la Bolívar, hasta verlo salir al amigo Summy con destino a la unidad 189… cuando ese taxi ya no estaba, era casi un hecho que llegaba tarde a La Salle.