Del baúl de los recuerdos del Realismo Mágico Carchense, los invito a disfrutar de:
PERO TENGA LA CUCHARITA
Una historia con cuyes, hornado y papas.
Mi padre fue uno de los invitados a la celebración que organizaron unos amigos cercanos con motivo del grado académico de uno de los chicos amigo de la casa. En la ceremonia hubo un brindis con un espumante importado y luego brindaron unos bocaditos mientras las personas charlaban de pie.
En el espacio de unos cuantos minutos, mi padre perdió su alegría y permaneció en un mutis incómodo por el tiempo de celebración. Luego de un par de horas se cerró el evento y entonces nos despedimos y cada uno se metió en su vehículo y desaparecimos en medio de un laser de luces de la gran ciudad.
Mi padre exclamó como una forma de alivio: que bueno que se acabó esta vaina, ¡las de mi pueblo eran celebraciones!
Pase compadre, siga por favor, pase, primero tómese unita y siéntase en su casa.
Entonces entre la música bailable que salía de la radiola empotrada en el mueble de madera matizada entre unita y otrita del licor de la tierra, se disfrutaba del baile alegre de los hombres y las mujeres, mientras los abuelos y los niños dormitaban sobre las sillas, llegaba la hora de comer.
Por favor acomódese en su sillita, entonces los jóvenes entregaban a los invitados los cubiertos y una servilleta de papel.
Por favor sírvase decían los anfitriones mientras entregaban al invitado de honor un plato sopero con un aromático e hirviente caldo de gallina runa, con un par de papas blancas y una presa de gallina. A continuación, uno de los más chicos servía el ají, la cebolla y el perejil picados con los que se completaba el típico sabor del primer manjar.
Al terminar se retiraba los platos vacíos y la persona que lo hacía decía, pero, “tenga la cucharita”, al tiempo que llegaba el segundo plato rebosante con pedazos de hornado, montados en hojas de lechuga, mote, un par de papas igual de blancas que las del caldo y una buena porción con el caldo saladito del chancho hornado.
Claro el compadre con su estómago sin la preparación necesaria para albergar la cantidad de comida que le ofrecían los anfitriones, preguntaba con disimulo:
- ¿Me podría facilitar una fundita”
Y el anfitrión le respondía:
- “coma tranquilo nomás compadre que al final le daremos su fundita”
Y se repetía el momento:
- Muchas gracias, estuvo riquísimo.
- Qué bueno que le haya gustado, pero “tenga la cucharita”.
El invitado, solo acomodaba la espalda en la silla, aflojaba el cinturón y recibía una bandeja con un “cuy”, crocante, con papas blancas, sarsa de maní con las vísceras de pequeño animal en una cama de lechuga y a continuación llegaba un muchacho con la taza de ají.
La música sonaba despacio y parecía que ayudaba a pasar los manjares del pueblo.
Luego un vaso de chicha ayudaba a “rempujar” la comida.
Terminada la ingesta de los manjares de la tierra, se volvía a encender el baile, se alzaba el volumen de la radiola, para que vuelva la música alegre y entre “unita y otrita”, para que “no patee” el cuy, hasta alcanzar el climax de la fiesta con la hora de la música nacional.
Al final, con las marcas de sudor en la frente, una gran sonrisa de satisfacción, en la puerta de salida el anfitrión despedía a su invitado de honor con la “fundita” caliente y pesada, dónde con seguridad iba otro cuy que serviría para matar el chuchaqui del otro día.
Al recordarlo, mi padre volvía a exclamar:
¡Esas eran celebraciones!
Pero solo se podían dar en mi pueblo.
Jorge Mora Varela
Imagen tomada de goraymi