La mantenida
De: Irene Romo Coral
Siempre le ganaba al sol, sus incansables pies corrían de un lado a otro mientras todos dormían, sus manos diligentes preparaban todo conforme su mente lo había ordenado, incluso, antes de abrir sus grandes ojos marrones.
Cual hechicera cotidiana parecía decretar que cada cosa en la cocina ocupe su lugar, sargento de orden familiar: bañaba, vestía, peinaba a cada hijo, y los enfilaba junto a la mochila y la lonchera. Seis con cuarenta y cinco en punto todos limpios, menos ella, empezaban la caminata diaria hacia la escuela. Mientras a lo lejos escuchaba un hasta luego del marido, que vestido de traje se dirigía a la oficina.
Distraída en sus asuntos, escondida bajo un poncho rojo o azul, presurosa en su andar, despedía a sus hijos en la puerta de la escuela, para trasladarse a la plaza, a la panadería o al bazar según se haya trazado la agenda diaria en su memoria.