ESPERANZA
Era la primera feria del año, el primer jueves del mes, el cielo había bajado hasta casi la mitad de la calle, con la neblina tan espesa era imposible ver algo, a esa hora de la madrugada. Segundo no necesitaba de despertador, su mente estaba programada desde muy niño, a las tres y treinta cada jueves se levantaba, se cambiaba de ropa intentando hacer el menor ruido posible, salía a la cocina a calentar el agua de cedrón y luego bebía una taza grande acompañada por un pambazo.
Ese día colocó en el bolsillo izquierdo del pantalón, una funda de tostado, en el otro, la billetera con tres monedas para dar vuelto, la cédula y la libreta militar, la gorra de pana; la franela roja y raída en el brazo, el mismo ritual los últimos treinta y tres años. .
Aquella mañana, se despertó lleno de entusiasmo, nada raro en él, pues tenía esa extraña cualidad de mirar siempre lo bueno en todo, esos genes excepcionales que seguramente heredó de su padre y de su abuelo, quienes le enseñaron a hacer frente a la vida y a ganarse el sustento diario.
Esa manera de pensar le hizo ver que fue bueno aprender a cargar quintales, porque al fin y al cabo por algo papá Dios le había dotado de una espalda grande y unos brazos fuertes, porque desde pequeño dejó de ser carga para su enferma madre, que cansada de parir hijos enfermó y cuando él entraba en la adolescencia partió a mejor lugar.
Esa espalda le ayudó a sostener a sus hermanos pues nunca llegaba con las manos vacías, incluso cuando su padre se emborrachaba y gastaba todo lo que había ganado en el día , Segundo jamás dejó a su familia sin comer. Todos ellos desde muy niños aprendieron las labores de la casa y de la plaza, en donde los hombres eran cargadores, las mujeres cocineras o ayudantes de cocina y los más pequeños mandaderos de los comerciantes que llegaban a la ciudad a vender la ropa al por mayor.
Los jueves definitivamente eran el mejor día, no solo porque había mas trabajo y mayor ganancia; si no por el ambiente: el bullicio de los agricultores y de los comerciantes rompían las madrugadas, los carros llegaban con sus motores quitando el sueño a los vecinos de la plaza, el olor a comida de las vendedoras que madrugaban con el café, las humitas, el seco de carne y demás, aromatizaban las horas del alba y siempre se encontraba con quién hablar, con quien comentar los chismes.
Segundo, con su sonrisa escondida y el alma llena de esperanza, antes de poner un pie en la calle, fue hacía el dormitorio de Hugo, el menor de sus tres hijos, lo miro dormir tranquilo, con esa seguridad que solo da el cuidado paterno. Meneó la cabeza ¡vaya que este muchacho le había dado problema! pero eso a él no le importaba, era su hijo.
Suspiró y pensó que este sería el año en el que el Hugo se compusiera, que seguro va a dejar la borrachera, a esos amigos mala junta, que ahora si va a estudiar en la universidad como le ha prometido, que va a buscar trabajo en alguna cosa decente, que no va a hacer sufrir mas a su madre, que seguirá el ejemplo de sus hermanos que ya están por graduarse de profesionales, que ya no va a estar pidiendo plata a los parientes, que dejará el vicio. Acomodó lo mas que pudo su espalda, infló el pecho y se sintió seguro.
Mientras avanzaba a la puerta de calle, escuchó el cacareo de las gallinas que al sentir el ruido se despertaron y como si algo o alguien lo empujara a mirar atrás, regresó lentamente la cabeza, en aquella neblina no se podía ver nada, pero él miro todo tan claro, el patio de tierra, su padre acomodándose los zapatos junto al pilar, su mujer en la cocina, preparando el almuerzo, los niños alrededor de ella dando vueltas cual ardillas. El aroma de los recuerdos lo inundó, tubo ganas de llorar, aquella visión del pasado le ajustó la panza y reprimió las lágrimas para seguir directo a la calle.
En la vereda, tres casas más al norte de la suya se encontró con Juanito, el viejo cargador, que a pesar de los años que tenía encima seguía trabajando, aquel anciano le comentó que había mucho trabajo en los textiles que era mejor ir para allá, pero Segundo que seguía siendo de palabra, se había comprometido con un señor del campo, un patrón que nunca le fallaba y que este jueves llegaba cargado de papas para la reventa, aprovechando que el precio había subido; así que se despidió de Juanito con un abrazo tan fuerte como nunca lo había recibido, al parecer el viejo no quería despegarse de él.
Se le vino a la mente que quizás, el Juanito ya no duraría mucho, que ese trabajo lo había consumido y que la enfermedad de los riñones se lo llevaría pronto. La nostalgia lo visitó otra vez, pero él, inamovible en su posición, echó fuera esos pensamientos y siguió.
Volvió la mente a su hijo, Hugo, ¿qué habría hecho mal con él para que le saliera así?: lento para el estudio, dejado en las cosas de la casa, mentiroso, pleitero; ni con el modo, ni con consejos, ni con el cabestro, no entendía y por último borracho. Tanto que se esforzó Segundo para no caer en el trago, y eso que desde chiquito le daba comprando Norteño a su padre, que se pasaba en vela cuidándolo y hasta lo cargaba a casa; pero nunca se hizo amigo de la botella, esa, era una bruja que no suelta, una prestamista de falsas alegrías que cobra muy alto, que se cobró la vida de su padre, de dos hermanos, del abuelo, de tres tíos, y no se cuantos amigos más, la botella para Segundo era una maldición. Y justo a él que nunca dio mal ejemplo, le sale un hijo vicioso, no entiende ni sabe que día su pequeño y regordete muchacho descubrió ese vicio y no ha podido dejarlo.
Pero ahora sería el año en el que todo saldrá bien, le había prometido a la Virgen una romería, una novena al Niño Divino, ya había llorado e implorado al Cielo que esa pesadilla pase y que su hijo coja juicio. Segundo hizo puños sus manos y tomó fuerza para seguir.
El cielo que había bajado hasta la tierra no era precisamente ese que hace milagros, si no el otro el que nos cobija del universo, se había posado cerca del mercado de abastos, apenas se podía observar unas figuras humanas que se movían de un lado a otro, y eso gracias a las voces que cruzaban de allá para acá. Para Segundo no era una novedad aquello, siempre a inicios de año el clima se volvía loco prediciendo las cabañuelas y aunque nunca había visto una neblina como aquella en la ciudad, muchas veces la vivió en el campo.
Siguió su paso guiado por el instinto, ese que dicen que nunca falla, salvo a veces. Conocía las calles de memoria, a ciegas hubiese podido llegar donde el patrón y en efecto cuando logró divisar unas luces grandes y escuchó el sonido del motor, pensó que ya había llegado hasta la bodega y agitó los brazos como para calentarse.
_! ¡Segundo!, grito una voz al fondo de la vereda
- ¡Patrón! - le respondió.
Y enseguida imaginó que con lo ganaría ese día, pagaría la cuota del préstamo que hizo, para costear la tercera matrícula de guagua en la universidad. Sonrió de alegría y sin saber ni como sintió un golpe filudo en su cabeza, el calor de su sangre que bajaba por la mejilla, mientras se llevaba la mano hacia la frente escucho el sonido de una teja estrellándose en el suelo.
-Patrón- grito casi en silencio, antes de desplomarse como uno de esos quintales de papas que pretendía cargar.
Por Irene Romo.
Fuente imagen: Revista buen viaje