LA NOCHE

La noche

Se acercan las horas oscuras en las que intento conciliar el sueño, pero al cerrar los ojos vuelvo a sentir el dolor intenso, asfixiante, el ardor insoportable de aquella escena de diciembre pasado, cuando una fritura hizo estallar el aceite de la olla en mi cara. Me despierto sobresaltada en medio del recuerdo, con el corazón palpitando a mil, las manos sudadas, el dolor de mi rostro y manos me recuerdan que no fue una pesadilla, que fue real.

Una sombra gigante gris y ruidosa me cubre por completo, solo a mí, nadie más en casa siente lo que vivo. Los analgésicos hacen su parte, adormecen el dolor, pero el recuerdo lo aviva. Intento acomodarme en la cama, no hay muchas opciones, debo dormir boca arriba para no rozarme con la frazada, al mínimo contacto siento que el dolor vuelve, en realidad es el recuerdo de aquel infierno que hizo sentir que mi rostro se caía en pedazos, que estaba al rojo vivo, con la sangre brotando, la carne al aire y que mi piel se derretía como mantequilla. Todas esas sensaciones se reviven al mínimo intento de dormir, apenas bajo los párpados que están casi cerrados por la inflamación, vuelvo a aquel lugar que no quiero ni nombrar; recuerdo mi risa antes del accidente y escucho el estallido que me dio contra el muro de la desfiguración, que me enfrentó a la posibilidad de perder mis facciones, de dejar de ser visiblemente yo.

No quiero dormir, prefiero estar con los ojos abiertos, mirando en la cortina las sombras que dejan los autos que pasan por la calle, escuchando la voz de los caminantes nocturnos, pero las horas pasan muy lentas, la noche se extiende larga y angustiante. Reprimo mis intentos de tocarme la cara, siento que las vendas que me cubren por momentos se expanden y a la vez aprietan. Tomo el libro que está en mi mesa de noche, junto al termo de agua aromática, quisiera leer, pero no veo nada, repaso las hojas, intento olerlas, lo dejo en su sitio.

Intento hacerles trampa al recuerdo y al sueño, cierro los ojos, pero no para dormir si no para imaginar el día en que mis párpados vuelvan al estado normal, cuando sienta a mi piel tranquila, fresca. Pero entre esas ilusiones se cuelan los momentos y los gritos de terror al sentirme despojada de mi forma, de la piel que miraba en el espejo al despertar, extraño las arrugas en mi frente, las pecas alrededor de las mejillas, lloro despacio y en voz baja, intento soltar el dolor de mi alma que está quebrada, entonces se levanta mi voluntad, esa que nunca se rinde, esa que en tantas ocasiones no me ha dejado caer, me va halando del pozo en que me sumerjo cada noche.

Pasan las horas, ya no hay ruido en la calle, un frío intenso de soledad absoluta me llena, son las horas antes del alba, las más oscuras, intento creer que al igual, estas son mis horas mas oscuras, que pronto amanecerá en mi vida, pero así pasan ya tantas noches desde aquel día que debía ser de fiesta, en el que tenía la mesa tendida, el vino abierto; el vestido nuevo se quedó colgado en la percha, los zapatos de tacón jamás se usaron, se terminó la fiesta cuando el dolor me sacó un grito desde el estómago, cuando el golpe de la vida quemando en vivo me confronto a esta, mi nueva realidad.

Entre desvarío y desvarío, amanece, los pájaros empiezan sus cantos suaves y armoniosos, agradecen al Creador por un día más de vida, me uno a su rezo, me ato a la esperanza, ese hilo tan delgado que me sostiene mientras camino como funambulista cruzando por la cuerda floja que se llama vida.

Intento despertar a mi cuerpo que se ha quedado quieto ante la orden del cerebro de no moverse para no causar roces ni dolor. Respiro profundo, estiro las manos, las miro a medias, los párpados hinchados no me dejan ver bien el paisaje, pero distingo mis dedos largos, las uñas pintadas de color vino, las marcas de la quemadura, las vendas también. Esas manos que hace días fueron hábiles ahora son torpes, tardan en levantar las cobijas y acomodar el pijama. Es el miedo al dolor lo que las hace temblar, pero hay que hacerlo, hay que ponerse de pie, para ver el sol de lejos, si desde lo mas lejos posible de la ventana.

Con ánimo me pongo en pie, despacio de camino al inodoro, paso por el espejo del vestidor, ordeno los cosméticos que deberán volverse viejos sin usar, me miro buscándome entre tanto ungüento y apósito, en el lado izquierdo encuentro una fotografía mía, siento nostalgia por ese rostro que reflejaba quién era yo, sí, la misma a la que busco con estos ojos pequeñitos y aplastados, llenos de lagañas. Suspiro, me sostengo la cintura con los brazos en forma de jarra, afirmo mis pies y vuelvo a mirar en lo profundo me encuentro en el recuerdo del otro lado del espejo.

Llega la mañana, ¡bendita luz! que hace todo más llevadero, me esperan el sillón, el sombrero, los libros, las galletas y los recuerdos.

 

 

Por Irene Romo C.