Manuelito cargador de cosas viejas.

Manuelito cargador de cosas viejas.

Manuelito: un pequeño hombre de algo más de metro cincuenta de estatura, contextura gruesa, pies anchos y manos grandes, es el personaje más querido de las señoras, que, por no querer deshacerse de sus cosas inservibles, las llevan de un lado al otro.

Desde que yo me acuerdo, Manuelito, tenía la misma edad: cincuenta y pico de años, su rostro quemado por el sol deja ver unas grandes patas de gallo alrededor de los ojos; pero cuando alguien le pregunta: ¿cuántos años va a cumplir Manuelito? Él se ríe y dejando ver los dientes que le faltan, responde: ya sabe patrona, cincuenta no más, todavía estoy joven ¿no le parece? Preste a ver que le doy llevando hoy.

En el barrio siempre hubo algo que cambiar de lugar: si no es un viejo sillón rojo que doña Zoila vendió, dizque en oferta, a una incauta sobrina; es la vitrina del bazar de la Blanquita que ahora la Susi va a usar en su tienda; o puede ser que doña Esperanza quiere cambiar los muebles de la cocina del lado izquierdo al derecho, para que entre mejor la luz por esa pequeña ventana de vidrios catedral y marco de madera, que se ha negado a cambiar por años.

El Manuelito conoce todas las casas y sus historias contadas a través del mover de las cosas. Como el día que se fue el Fernando a la universidad, el hijo mayor de don Pepe, aquella vez le toco desarmar la cama de madera, sacar un par de sillas, un escritorio y embalar todo con costales de cáñamo y un plástico. Claramente recuerda que entre el trajinar se oía sollozar a doña Charito, mientras se daba consuelo hablándose a sí misma, que su guagua ya era grande y debía estudiar para ser alguien, que en Quito le iría bien porque es un buen muchacho y que no se cuantos santos ya estaban a cargo de protegerle. Y así entre sonrisas fingidas y llantos escondidos, llevaban en la carretilla los pocos muebles a la Velotax, que era la única empresa de transporte que trasladaba enseres en su parrilla con destino a la capital.

Y como esta, fue testigo de tantas partidas en el barrio: la Andreita que se fue para ser abogada, llevaba más maletas de ropa que comida, el Cristian que quería ser ingeniero, pero regreso al poco tiempo porque no pudo entrar a la “Poli”, el Julio que se fue tras su hermano a la FAE y luego vino casado con una guambra bien bonita que era de Manta. Esa mudanza fue cosa sería: que muebles, que ropa, que adornos, que tanta cosa y ¡para lo que duro! Luego el mismo tuvo que cargar a un camión todo eso y despedir a la muchacha que no aguantó estar a cargo de la suegra. Razón tenía dice el Manolito cuando conversa: ella tan bonita, esos ojos verdes grandotes, alhajita, criando guagua y aguantando a doña Raquel semejante jodida, noooo eso no era de aguantar, el Julito por allá lejos, volando esos aviones y con mujeres por todos lados, noooooooo eso no era para aguantar, repite.

Manuelito fue conocedor de las separaciones y reconciliaciones del barrio, siempre le llamaban para que lleve para donde doña Rosa las cosas de la Ceci, que ahora sí lo deja a ese bruto del Carlos. Que cargue las maletas de la Alicia que ahora si el marido la mando sacando de la casa. Que traiga para acá las cosas de la Marlene porque la abuelita no la soporta, y así cada vida moviéndose entre maletas, camas, sillones, floreros, alacenas y demás.

Él vio como las casas llenas de risas, se han ido silenciando a medida que los hijos fueron creciendo e hicieron sus vidas lejos del pueblo: unos en Ibarra otros en Quito, otros más lejos. Ha visto como las madres se niegan al nido vacío, y siguen adornando los cuartos para los días festivos: la semana santa, finados o navidad; fechas en que todos vuelven; y entonces las casas se llenan, el barrio se alborota, los puestos de empanadas, quimbolitos y el hornado tradicional conquistan con sus olores a los visitantes que tanto extrañan el sabor de casa.

Manuelito desde siempre vivió donde don Salas. La comida era donde le daba la hora, pues ya se sabía que quien lo llamaba a trabajar tenía que darle desayuno, almuerzo, café o merienda, según sea el caso. Se lo miraba en los días de lluvia con la chompa de pana que el Marcelo le regaló porque ya no la usaba, o la sudadera que le compro la Carmita en el mercado, por navidad y así todos apartaban ropa para él.

Pero no solo es nostalgia, pues la mayoría de muchachos se quedaron a llenar las casas con nueras, yernos y nietos. Y ahí estaba él Manuelito moviendo las cosas, haciendo magia con doña Lupe para dar espacio a la cuna del nieto que estaba por venir. Ayudando a doña Piedad a mover el corral de pollos a otro lado porque había que construir un cuarto para la Mirian que ya tenia marido. El ha visto como las mediaguas se han extendido, los cuartos se han dividido y se han multiplicado, como las pequeñas cuadras que hacían de huerto se transformaron en casas de adoquín para dar lugar a las nuevas familias.

Él, ayudo a mantener: el bazar, la sastrería, el almacén de focos y el de disfraces, que, por más tiempo que pase se resisten a desaparecer. Si no fuera porque él estaba siempre está dispuesto a mover las cosas y rehusar esos espacios, hace tiempo que habrían cerrado. Así también miró nacer tiendas de ropa nueva, peluquerías modernas, locales de internet y el de comidas rápidas, donde cada noche cuando no tenía trabajo, merendaba salchipapas o papi pollo. ¡Goloso el Manuelito!

Y como todos, ha sido testigo de esas partidas sin regreso, era infaltable en el velorio de los vecinos: llevando las ollas para la canela, el bolso con las galletas y moviendo los ramos de flores para que se vea mejor el altar. Fue el primero en poner los hombros para sacar el ataúd, despidió los casi cien años de doña Florinda, a la Romelita que por fin descansó de ese cáncer, la temprana partida del Juan Carlos con solo doce añitos y a tantos más que les dio su adiós. La última vez fue cuando llevaba una corona de flores tras el ataúd del maestro Pedro, el carpintero; de ahí vino esta pandemia y ya no hubo como hacer cortejos.

En los últimos meses el Manuelito, cargador de cosas viejas, caminaba por las veredas del barrio, con una mascarilla mal puesta y las manos cruzadas en la espalda, que solo se levantaban para saludar a quienes del otro lado le decían: ¿Manuelito que haces? ¿A dónde te vas? A trabajar patrón, a ver que se puede llevar, respondía.

Así un día, el Manuelito partió con el silencio de todas las cosas viejas que cargo en su vida.

 

Por: Irene Romo C.

Foto Hombre Cargador