La Meche

La Meche

 

Son las tres y media de la madrugada, Mercedes apaga el despertador y empuja las cobijas a un lado, se levanta, automáticamente va a la cocina y prepara un café muy cargado, camina a la cama de su hija, Alexandra, la despierta con un beso porque hoy tendrá que acompañarla a trabajar. Ropa abrigada y zapatos cómodos, a las cuatro madre e hija están listas para subir al pequeño y viejo automóvil que aguarda en la vereda de su casa pues en ese barrio no hay espacios para garajes.

Toman el camino hacia las dos fincas qué ahora sirven de paso a Colombia, llevan una lista de pedidos de todos los conocidos de Tulcán, Ibarra y Quito.

La Meche, como le decimos de cariño, hizo esos recorridos por todos los pasos de a pie hasta que consiguió que su padrino le prestara un carrito maltrecho pero que le ayudó a levantarse luego que el marido la abandono en plena pandemia y la dejó con una hija pequeña a cuestas y un montón de deudas que pagar.

Ella tiene le fortuna de ser valiente, de no dejarse vencer, de trabajar es lo que puede y aprende rápido, así fue con la cocina, con los cortes de pelo, con la costura, la computadora, y a manejar auto, ¡vaya! ese fue un acto de rebeldía, cuando trabajaba en mi casa como doméstica, mejor dicho, cuidándonos a todos. Sacábamos a escondidas el carro de papá y yo le enseñaba mientras practicaba, así fuimos aprendiendo las dos. También le contagié mi amor por la lectura por eso la Meche lee todo lo que se le cruza en el camino y siempre tiene de qué hablar.

Aún recuerdo la cara de papá la noche que ella fue a casa a contarnos que se iba en carro a Ipiales y que ahora sí le encarguemos lo que sea, que había espacio para todo, él solo alcanzó a preguntar: -Meche y ¿sabrás manejar? Ella apenas asintió y me miro de reojo, como sellando nuestro secreto, se le alcanzaba a ver esa sonrisa de oreja a oreja debajo de la mascarilla, yo me sentí tan orgullosa por las dos.

Hoy, un año después, viaja con su hija, le enseña “para que aprenda, porque todo se necesita en la vida y una mujer debe saber valerse por si misma” se encomienda a Dios antes de encender el carro, un pequeño oso de peluche cuelga del retrovisor, los asientos duros pero decorados con forros de felpa dan cierta calidez.

A esa hora también parte de sus casas otros tantos que cruzan la frontera por pasos clandestinos, unos a pie, otros a caballo, en parejas o en grupos, a pie o en moto, todos cruzando el río que separa a las naciones. Todos cargando ilusiones y dejando atrás los miedos.

En la finca se mira la hilera de carros, unos cuantos pasajeros buscan puesto, la Meche va bien abrigada con una chompa ovejera y su hija  arropada con una cobija tres tigres. Este día engancha tres pasajeros, uno de ellos lleva un perro, por el acento no parece del país y además lleva un sombrero verde como de arlequín, le parece raro; pero en todo caso ella no esta para juzgar si no para trabajar, acuerda el costo del pasaje, el pago por el paso de la finca y sigue por aquella senda polvoriento.

Saluda desde lejos a los compañeros, taxistas informales, unos la miran sin decir nada, otros le lanzan piropos de mal gusto, ella con dos malas palabras los calla y sigue. Van por ese camino estrecho en donde apenas alcanzan dos autos al mismo tiempo, en algunas partes tiene que ceder el paso, unos huecos son mas grandes que otros y el carro se tambalea de un lado a otro, ella sigue  segura sin soltar el volante, así como le recomendé, conversa con los pasajeros de turno, porque para charlar es buena, que de una cosa qué de otra, así los pasajeros no sienten lo duro del camino.

El perro duerme tranquilo en el regazo de su amo, mientras este interroga a Meche de no se cuantas cosas, qué si es casada, qué porque trabaja en esto, qué si es peligroso, qué porque lleva a la niña, qué porque no abren el puente. Ella responde a todo con tal certeza que parece una experta.

Cual fila de hormigas suben y bajan los carros camino a Teques, luego llegan a Santa Fe, todos llevan dentro sus historias, muchos eran estudiantes, otros oficinistas, unas amas de casa, algunos comerciantes, en fin, de todo hay. Eso fue antes de esta pandemia, pero cuando la barriga aprieta y la necesidad surge hay que hacer lo que se puede. Los motores de los carros resuenan, pero no se sienten porque el propulsor de cada trochero está en su corazón, tienen hijos, deudas que pagar, padres enfermos, muchos quedaron viudos o viudas, jóvenes huérfanos que son el sostén de su familia y así todos con proyectos y sueños que tendrán que esperar, cuando esta guerra pase, cuando todo mejore, algún día.

El sol va mostrándose en la cordillera oriental, la espera para pasar por el pequeño puente es larga y hay que ponerle ánimo. En cuanto llegan a un barrio periférico de Ipiales se acabo el recorrido, la Meche cobra a los pasajeros, luego despierta a la niña, cargan dos mochilas y halan una maleta de ruedas, enseguida a comprar todos los pedidos. Por la ciudad se riegan los que van por encargos, conocen los almacenes y bodegas que tienen buen precio. Se han vuelto expertos en todo, compran: café, ropa interior, zapatos, celulares, caramelos, bisutería, y así innumerables cosas y tereques.

A las ocho de la mañana, madre e hija, están listas para regresar, empacan bien toda la mercadería, la respectiva oración, un ritual que todos los trocheros cumplen, la mayoría cuelga un rosario en el retrovisor, mantienen la estampa de la virgen de Las Lajas en la gaveta y cubren las cosas con cobijas viejas.

El camino revela una curva después de otra, el trafico es intenso y más de un carro se queda, los compañeros se acercan a ayudar, porque aquí en la trocha todos pertenecen a una hermandad que tiene sus propios códigos, sus palabras, sus decretos. Ellos se guardan las espaldas, son su propia seguridad, la comunidad se organiza para que todo marche bien, porque a ellos los acuerdos de los gobiernos allá lejos en las capitales no les interesa, ellos saben que la vida es aquí y ahora.

Cerca de las nueve de la mañana la Meche llega a territorio ecuatoriano, ahora sí a encomendarse a todos santos y dioses para que los aduaneros no aparezcan hasta llegar a la ciudad. Viene conversando con su hija, de las tareas de la escuela, de que si alcanzan a llegar a las clases online, que si le falta algo. Deja a su niña en la casa y a entregar pedidos, regresa a hacer la caja y ver ganancias, claro que ella siempre gana, con estar sana, con estar viva ya basta, para lo demás hay manos para trabajar, cabeza para pensar y un Dios en quien confiar.

Así es la Meche, desde que la conocí cuando yo tenía trece y ella quince años, supe que era de esas mujeres fuertes de las que da orgullo hablar.

 

Por: Irene Romo C.

Foto Mujer conductora