TIEMPO DE COMETAS
Jorge Mora Varela
Alguna vez en este planeta las personas se reunían por millares y VOLABAN LAS COMETAS y lo hacían juntos. ¡pueden creerlo!
Aquella tarde el viento soplaba con fuerza y el hombre apoyado al barandal de su casa miraba el horizonte con atención y mientras lo hacía dibujaba una sonrisa, pues había descubierto una “cometa” en el cielo, que danzaba con suavidad entre las nubes en gama de amarillo que anunciaban la llegada de la noche y parecía que el pequeño volador se iba de la mano con la luz del día.
- - ¿Por qué sonríes abuelo? , le preguntó un pequeño niño de ojos vivaces
- - Solo miraba la cometa, respondió con alegría.
Sabes dijo: por un momento regresé a mi niñez en mi pueblo en la Provincia del Carchi, mientras se sentaban los dos en la vieja banca desde donde se miraban las montañas teñidas con los colores del atardecer.
Las vacaciones
- ¡Por Dios hijos estamos de vacaciones!...., duerman un poco más, descansen - gritaba la mamá a sus hijos, que como tropel sin control, se levantaban de prisa, como jamás lo hacían en tiempos de clases.
La mujer haciendo acopio de paciencia les preguntó:
- - A ver ¿cuál es la prisa?, ¿porqué no descansan?, ¿qué los tiene tan inquietos?
El mayor de los niños, con voz agitada dijo: Pero mamá son las “vacaciones largas”, llegó agosto y debemos hacer nuestras cometas, y queremos ir hasta el Bobo, al Chana o al Tajamar, para coger los “sigses”, para hacerlas.
- Con resignación la mamá dijo, entonces vengar a tomar café.
Los niños, se vistieron de prisa, cada uno metía la cabeza bajo el grifo de la lavandería, la sacudía, sacaban su peinilla del bolsillo y se peinaban sin siquiera mirarse en el espejo, se sentaron a la mesa y tomaron el jarro de café negro con pambazo y estuvieron listos.
Los sigses
Vamos por el Puetate al rio “Bobo”, por allá saben haber los sigses grandes y fuertes. Salieron de casa, entraron por el callejón que la formaban los tapiales entre pencas y paja en los bordes superiores. Apenas llegaron a la vieja piscina, no repararon en las personas que nadaban en las aguas heladas del lugar, siguieron con el objetivo de encontrar lo que buscaban.
Por fin llegaron al lugar y ahí estaban los “sigses”, coronados por las flores que se mecían como melenas rubias en armonía con el viento. Se acercaron, con precaución y con sus manos buscaban el lugar donde debía quebrar el sigse y lo iban apilando cuidadosamente.
Todos reían con satisfacción, porque los tubitos frágiles estaban en magnífico estado. Luego de recoger la cantidad suficiente, los ataron con cuidado con una “cabuya” delgada, y emprendieron el regreso a casa con su valioso tesoro.
El retorno fue rápido, llegaron y colocaron los sigses sobre la mesa del comedor, los fueron limpiando y cortando a la máxima medida posible con una cuchilla hecha con un pedazo de sierra que les habían regalado en la mecánica del barrio y que estaba afilada en la “piedra de moler”.
La cometa
Todos los materiales debían estar listos: “el pabilo”, que se compraba en el mercado, eran madejas que se debían transformar en el “cururo” sobre un palo de cerote, que consistía en de envolver sobre la madera la delgada cuerda en forma de “8” y así se iba formando el “cururo de pabilo”, fácil de armar y de zafar.
Ya se había comprado el papel seda de colores en el bazar de la “Srta. Luz Ortiz”, aquel enigmático lugar, atendido por aquella delgada y alta mujer de elegante figura y de finos modales. A mí me gustaba el rojo y el azul, porque eran los colores de la bandera del cantón, aunque a mis hermanos les gustaba el verde, amarillo y rojo porque eran los colores de la provincia.
Cuando creíamos estar listos para empezar a armar la cometa, al darnos cuenta gritamos:
- Mami…. Mami…. Ya está el “engrudo”. Y ella desde la cocina respondía:
- ya mismo, ya mismo…
Mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, resignada a ver como todos los años se repetía aquel ritual, mientras “meneaba” la fórmula secreta de harina y agua, para evitar que se pegue al fondo de la olla de hierro enlosado que servía para aquellos menesteres.
Cada uno de los niños se concentraba en hacer su cometa, los más grandes elegían los sigses de mayor tamaño, elegían tres y los colocaban de manera que se forme un hexágono perfecto, los demás niños, con los sigses más pequeños los imitaban, Luego de formar la figura geométrica, amarraban con pabilo el centro, luego se unía los lados exteriores, para formar el hexágono, se tomaba con cuidado la pequeña estructura, se la levantaba a lo alto para mirar que esté bien.
Se abría el papel de seda, se colocaba la estructura sobre él; con una tijera se cortaba un poco más grande de manera que se pueda doblar los filos sobre el pabilo para pegarlo con el engrudo.
El secreto de nuestras cometas es que podíamos reforzar los filos y sobre todo el centro con el “papel de cigarrillo”, que se recogía de las cajetillas vacías, y que al encontrarlas en la calle, la metíamos en el bolsillo para hacer “billucios”, entonces se cortaba en forma de estrella y se lo pegaba en la cometa.
Para que vuele con suavidad y no se caiga se formaba el “triángulo de pabilo”, en el un extremo y se colocaba en el otro lado “pabilo flojo”, donde debía amarrarse el “rabo” de la cometa, que era formado con los retazos de tela que la mamá había guardado durante el año para el tiempo de vacaciones.
El vuelo, la loma y los amigos
Apenas se terminaba la confección de la cometa, los niños se iban poniendo inquietos, desde la calle se oían los “silbidos” de los vecinos, que se iban juntando, cada uno con su propia creación; los chicos salieron de casa y empezaron a correr por el “potrero” verde y amplio, que empezaba en la vereda de enfrente y terminaba en la loma donde habían las matas de mora, cerotes y mortiños.
Apenas comenzaba la carrera, las cometas iniciaban su propia danza en el aire, cabeceando, a veces estrellándose contra el piso, enredándose entre los alambres del alumbrado público o buscando las alturas, aprovechando el viento en medio del cielo azul, donde un sinfín de colores, creaban sus propias melodías y exigiendo libertad para volar; los niños desde el piso regalaban generosos toda la extensión de pabilo, manipulando su cometa para ganar más altura y más distancia, pretendiendo conquistar el horizonte.
La tarde se iba de prisa, entre el jolgorio de un ejército de hombres y mujeres de todas las edades, que disfrutaban de una tarde de agosto sujetando una cometa y dejando volar sus sueños y esperanzas en el tiempo de verano donde somos fuimos tan felices.
Fin