La última lágrima

La última lágrima

Era el pintoresco nombre con un cierto timbre entre “sarcástico y poético” de la cantina de mala muerte frente al cementerio de la ciudad.

Era el refugio de todos los personajes del pueblo, sin importar su edad, ni sus ocupaciones, se los podía identificar de acuerdo a la hora en que llegaban a ese amago de taberna y lo hacían sin prisa y luego de unas horas se alzaban el cuello de su abrigo y se retiraban con una sonrisa de cómplice y pecaminosa satisfacción.

la ultima lagrima

Por ese lugar pasaron los señores profesores, los taxistas, los cambistas de monedas, los abogados, jueces y amanuenses, los estudiantes, también los consuetudinarios cargadores del mercado, nunca faltaron los futbolistas que venían del Quillasinga a la cantina, para festejar la victoria o para amortiguar la derrota, para discutir el resultado del partido, para insultar a la madre del árbitro, para analizar las estrategias de juego o para pasar el agridulce sabor del empate.

En el panteón, hasta el tiempo se ponía de duelo, para acompañar a los paisanos que llegaban al cementerio para acompañar el cortejo fúnebre, el cielo gris dejaba caer la lluvia, esa era la manera en que el mismo pueblo le daba el último adiós a uno de los suyos.

Entonces ahí estaba “La última lágrima”, solo había que cruzar la calle del cementerio y se llegaba a la vieja cantina, a la cual parecía que sus visitantes debían hacer una reverencia para entrar por la pequeña puerta. Entonces inclinándose se pasaba a un lugar lúgubre, obscuro dónde había un par de mesas desvencijadas y tembleques, apuntaladas con ladrillos, para igualar las patas y unas cuantas sillas viejas en medio de un envolvente aroma de aguardiente y el sabor dulzón de las naranjillas de Maldonado.

En su interior, no faltaban las risas, las conversaciones, que se sazonaban con palabras de grueso calibre, así se repasaba la vida en el pueblo y la frontera.

En el centro de la mesa un plato de hierro enlozado despostillado fungía de cenicero y era el destino final de las colillas de los “Piel Roja” sin filtro, los hervidos se servían desde una jarra de hierro enlozado despostillado y se servían en unos pequeños jarros carcosos de hierro enlozado despostillado, todo el menaje parecía de la misma familia y yo sospechaba que en la cocina estaba una olla grande de hierro enlozado despostillada, percudida y negra, por tantas jornadas en la leña, que con seguridad se mecía con un cucharón de hierro enlozado y despostillado.

Y así, de sorbo en sorbo de la pócima caliente y embriagante, que se entrelazaba con las largas bocanadas de humo que salían del dulzón cigarrillo colombiano, los paisanos y sobre todo los amigos del difunto que acababan de dejar en el cementerio dejaban escapar “la última lágrima”, antes de salir de la vieja cantina, acomodaban el cuello del abrigo y se alejaban caminando sin prisa por las estrechas calles del pueblo, en medio de la lluvia pertinaz y el frio intenso que se hacía llevadero luego de hacer una pausa en la “última lágrima”.

 

Jorge Mora Varela