El Playo

EL PLAYO

Corrían los años setenta, apenas lo recuerdo; Tulcán tenía calles empedradas y postes de madera con una luz tenue que parecían mecheros de nostalgia y ternura. Así, en Tulcán la máxima diversión y entretenimiento eran las películas mejicanas, aquellas donde el chullita "era el macho" y a flor de golpes, tiros y cantos imponía el orden y la justicia; recuerdo los teatros Lemarie y Riofrío, fueron el centro de atracción para el hombre de la ciudad, inclusive del campo, además de escuchar buena música en las radios locales Ondas Carchenses y Rumichaca, de vez en cuando asistir a las peleas de gallos, toros populares, banda de pueblo, pues en aquel entonces se respiraba paz y confraternidad.

Por aquellos años existió alguien que no pidió ser personaje, pero que el destino sin pedir permiso lo convertiría en el centro de atención de niños y adolescentes, su nombre Juan, su apellido... no importa, simplemente Juan vino cobijado de una inmensa soledad, vivió solo y se fue solo, sin decir nada con su nostalgia y cansancio en los hombros.

El pueblo no lo conocía como Juan, sino por su sobrenombre, lo llamaban "El Playo"; en aquel tiempo las familias tulcaneñas nos conocíamos más por los apodos, algunos graciosos, otros groseros, pero que en definitiva median la tolerancia del ser humano. El popular "Playo" se ganaba la vida como enganchador de pasajeros a Ipiales, su grito donde se estacionaban las Paneles era por demás conocido y remedado: ¡A Ipiaaleez, trez puestoz, trez puestoz... a Ipiaaleez!, así conseguía el pan de cada día. Era pequeño y un tanto gordo, su rostro sudoroso y arrugado se parecía a un personaje de alguna película de miedo, su piel trigueña partida por el tiempo que no perdona. Era fácil observar brotando una gruesa lengua remordida entre sus labios, que producía saliva espesa que rodaba por su mentón ¡A Ipiaalez!, ¡A Ipiaalez! ¡Trez Puestoz!.. ¡Trez Puestoz!...

De caminar chanchaco y torpe, se apoyaba en un trozo de palo viejo a manera de bastón. La vestimenta era rústica, usaba un poncho pequeño y grueso color café rojizo; un sombrero mediano, roto, viejo y sudado; calzaba alpargatas usadas que alguien le había regalado y complementaba su vestido un pantalón parchado, como parchada era su alegría. ¡Si! Lo recuerdo, cuando salíamos de la escuela en jorga, éramos niños que buscábamos la diversión a través del juego o de la burla, con gritos y uno que otro suave empujón al pobre viejo. ¡Playooo que no valis, a tu mama te parecís! ¡Viejo playo, chanchaco, cógenos si podís!; risas, carcajadas, mofa, éramos los niños "machos y muy vivos" al ver morirse de iras a Juan, aquel viejo enfermo e indefenso que en sus ratos de rabia, nostalgia y desesperación nos correteaba con su bastón, pero nunca nos dio alcance y terminaba agitado con la furia y rencor en su rostro para luego desahogar su impotencia dando palazos a las veredas o paredes, acto que nos causaba gracia llevándonos al extremo de "morirnos de la risa" que se contagiaban hasta los adultos.

El Playo buscaba la manera de desquitarse de los incansables adversarios escondiéndose a la entrada de los cines, mercados o eventos sociales, y a la mínima oportunidad clavaba en los glúteos de los molestosos una aguja de arrea que siempre llevaba consigo, provocando tremendo susto y un dolor muy fuerte ¡Ayaay papito... mi picó el Playo!... Por supuesto se ganaba una buena pisa por parte de ciertos familiares de los caprichosos niños pero en fin... el personaje en algo se desagraviaba de las constantes burlas.

Cuando lo saludaban con educación pronunciando su nombre ¡BUENOS DÍAS DON JUANITO!... se convertía en un caballero a carta cabal, muy culto y tranquilo, contestando la salutación, sonriente e incluso daba la mano.

¡Eh aquí una reflexión! El ser humano necesita levantar su autoestima y una de las maneras es tratando con respeto y llamando por su nombre que es lo más hermoso que tenemos. Moraleja "TRATA BIEN, SIN MIRAR A QUIEN".

Pasaron los años y el pueblo se acostumbró a observar como El Playo corría tras los niños o los niños corrían tras el Playo. Al caer la tarde de la vida, cuando el camino parece acabarse, dicen que Juan partió... ¡no se a donde! llevando sus agotados años a cuestas y un simple pilche para pedir caridad, al poco tiempo enfermó y la tristeza le embargó su corazón, recordando como los tulcaneños lo acogieron con cariño sin preguntar de donde viene, otros en cambio indiferentes ante el ser humano que no tuvo la culpa de haber nacido deforme y luego ser abandonado por los suyos, s pidió un espacio en la vida y que alguien le sonría con bondad extendiendo amiga. Cuentan que una mañana gris lo encontraron muerto como humilde peregrino con una neblina en su rostro agobiado de tanto preguntarse el por qué de su destino. Se presume que acabó su existencia con intolerable hambre y soledad como tantos hombres en el olvido de los sistemas sociales y políticos, con la esperanza que Dios lo acoja en el manto de la paz y el consuelo.

Juan, ¿tendría apellido?... no importa, Juan sin descendencia, Juan Ecuador, Juan América India, chola, mestiza, Juan soledad; Juan... recuerdo de calles viejas; Juan ternura y angustia; Juan que nunca pediste ser payaso de la pobreza; Juan buscador de trabajo que nos diste ejemplo y que jamás te entendimos; Juan... perro, gato; Juan calle, Juan abandono y orfandad.

Hoy aparecen y se multiplican millones de Juanes; Playos que son producto de una sociedad deshumanizada; Playos que son explotados, marginados y olvidados por otros "Playos de la politiquería", Playos de la corrupción y deformes de espíritu. Juan, tú si fuiste rico en valores, mientras que otros Playos de cuello blanco, son tan pobres que lo único que tienen es dinero y poder. Juan te recuerdo y pido disculpas por tantos gritos, correteadas y burlas, hoy entiendo tu ira y tolerancia, y allá en el infinito tu bondad se agiganta, tu sencillez se multiplica como mariposas en el campo, como gaviotas en el mar, mi sensibilidad se sacude y me lleva a la meditación de crecer como los árboles, entre más grande, más profunda sus raíces; porque la casualidad nos hizo conocidos, pero el corazón y el recuerdo nos hace hermanos.

Fuente: Autoretrato del Carchi Vol 2.  de Luis Rosero Mora