Un día cualquiera
Son las tres y cuarenta de la mañana, el frío del páramo entra despacio por debajo de la vieja puerta de madera que ha estado ahí desde hace cincuenta y tres años.
A Leydi se le pone la piel de gallina por el frío, pero se levanta como de costumbre, se coloca automáticamente el saco de lana de oveja y el pantalón térmico comprado en la feria de la ciudad. Toma la chalina morada con rayas grises y se la amarra a la altura del vientre en forma de faja o cinturón para sentirse segura. Camina en puntillas hasta encontrar las botas negras de caucho, las siete vidas, como suelen llamarle en el campo, se coloca las medias de lana que están metidas ahí y las botas. En el pilar de madera están colgados la gorra tejida por su madre y el poncho grueso que le servirá de capa.
Ya en la cocina se encuentra con Dolores que está encendiendo la leña en el fogón, ese que nunca se termina de apagar, pone una gran olla de agua, para que se hierva despacio hasta que ellas vuelvan de sacar la leche a las vacas. Mientras tanto, Julia se han levantado también, siguiendo el mismo ritual marcado desde años atrás, por las madres, abuelas y bisabuelas.