TULCÁN VISTO DESDE EL CERRO DE CHAPUÉS

Historia Visto: 1012

Las imágenes que nos regalan los drones son impresionantes, bellísimas y sorprendentes, pero en esos tiempos….

 

TULCÁN VISTO DESDE EL CERRO DE CHAPUÉS

 

A la temprana muerte de mi padre como víctima de un accidente de trabajo y luego de sufrir por algunos años la indolencia, inoperancia y falta de solidaridad del IESS de los años 60 y 70 del siglo XX, mi madre pudo por fin obtener la cesantía y el montepío al que como víctimas de la muerte accidental de mi padre teníamos derecho.

Ella tuvo el acierto de construir una hermosa casa al sur de la Ciudad de Tulcán, en la planicie sobre la cual se dibujaba la Avenida Veintimilla, una especie de valle dónde se sentía algo de calor en relación al frío y ventoso clima del centro de la ciudad, tan es así que la ropa se podía secar en un solo día.

Debe haber sido el verano del año 1.970, los años dónde cruzábamos nuestra adolescencia, cuando nos fuimos a vivir a la nueva vivienda que estaba ubicada en un lugar abierto, precioso, desde las ventanas de la casa nueva se podía ver los campos verdes y las montañas.

 

Desde las ventanas de la parte posterior se veía a lo lejos los volcanes Chiles y el Cumbal y desde las del frente estaba un gran monte, el Chapués.

Esta elevación, que estaba vestida de retazos en verde, llenaba la vista desde la ventana de la sala de nuestra casa nueva, me fascinaba, yo quería ver mi casa, mi ciudad desde la cima del monte.

Frente a nuestra casa dónde se habían colocado los cimientos de lo que a futuro sería la Ciudadela del Chofer vivían los chicos Acosta, hijos de Don Pepe, el conductor del recolector de la basura municipal, Cesar y Gustavo, con quienes habíamos entablado una amistad y que nos permitía explorar lugares maravillosos como la loma “Ponce” o la piscina del “Puetate”.

Un día les propuse a mi hermano Eduardo y los Acosta que fuésemos a la cima del Cerro de Chapués a campo traviesa, todos estuvimos de acuerdo y quedamos encontrarnos en la calle al otro día a las seis de la mañana.

Así fue, al otro día muy temprano y con un cielo despejado como todos los amaneceres de ese verano, salimos de casa y nos enrumbamos al cerro de Chapués, el entorno decía que no necesitábamos nada más que las ganas de caminar y el lugar de destino que se divisaba desde todos los ángulos.

Cruzamos la loma “Ponce” (la llamábamos así porque alguien escribió el nombre PONCE para promocionar a Camilo Ponce Enríquez para las elecciones presidenciales en algún momento en nuestro país). Cruzamos de un salto el “Tajamar”, ese incipiente hilo de agua, cuyo nombre lo habíamos aprendido en las clases de “Lugar Natal” en la escuela “Sucre”.

Empezamos a trepar laderas y pasar por zanjas y a cruzar por trigales que se mecían con el viento y el Cerro de Chapués, cada vez se veía más grande y espectacular. Para mis adentros sentía temor porque jamás me había enfrentado a la majestuosidad de una montaña.

Los cuatro hablábamos con alegría y ninguno dejaba ver ningún atisbo de temor. A lo lejos se podían ver pequeñas casitas blancas y techo de paja, de a poco sentíamos la montaña bajo nuestros pies. El cansancio de podía sentir porque nuestras piernas parecía que pesaban demasiado, como nunca antes, en fin, tomábamos agua de nuestras cantimploras y con algo de dulce en la boca era suficiente para seguir adelante.

El monte de Chapués se asemeja como si fuese la mano entrecerrada de un gigante y nosotros la pretendíamos abordar por el lado derecho, así lo hicimos, Sería alrededor de las diez u once de la mañana cuando alcanzamos la cima que se asemejaba a una herradura gigante que debíamos bordear. Era un momento para alzar a ver y así lo hicimos.

La vista era maravillosa, sorprendente: En el horizonte se levantaban en todo su esplendor el Chiles y el Cumbal y ellos enmarcan a nuestra ciudad de Tulcán que se colocaba a nuestros pies, al lado derecho aparecía otra ciudad que supusimos sería la ciudad de Ipiales, y una serie de pueblecitos dispersados en el campo, las tierras altas y grisáceas que sería los páramos y una serie de quebradas, que nos permitía ver, descubrir y admirar nuestras tierras vistas desde arriba.

Nunca habíamos visto nuestro lugar natal desde esa perspectiva, simplemente era fantástico. Hacia el oriente se perdía la mirada en el infinito sobre lomas y montañas azules. Hacia al Sur había montañas nevadas, blanquísimas, brillantes, gigantes en medio de un paisaje no tan verde ni tan azul como el que cobijaba a Tulcán y sus alrededores o al oriente.

Cesar que ya había viajado un par de veces a Quito aseveraba que esas montañas nevadas eran el Cayambe y a lo lejos el Cotopaxi.

Recorrimos la cima en forma de herradura buscando lugares para mirar, para descubrir, para imaginar. Nuestro corazón estaba pleno de emoción, la belleza del lugar nos había hecho olvidar el cansancio y el hambre.

El esfuerzo había valido la pena, tan es así que ahora que lo recuerdo desde los años dorados de mi vida, ese día cuando descubrimos a Tulcán desde arriba, como hoy podría hacerlo un dron, marcó nuestro sentido de pertenencia y de admiración la para el hermoso lugar que nos vio nacer.

Me invade la nostalgia y deseo enviar un abrazo de afecto a mi amigo Gustavo dónde quiera que se encuentre y un homenaje a la memoria de Cesar y Eduardo que ya no están entre nosotros, pero que juntos tuvimos el acierto y la fortuna de descubrir a nuestro Tulcán visto desde arriba, como muy pocos podrían haberlo hecho y por ello me siento un hombre afortunado de haber encontrado un balcón privilegiado para mirar a mi pueblo y haberlo hecho desde la capacidad de asombro que solo puede permitir la juventud una mañana de verano de hace tantos años ya.

 

Jorge Mora Varela

 

Fotografía del Cerro de Chapués de Marco Villacorte Fierro.