ESCAPARATE

ESCAPARATE

La tarde es fría y la llovizna no ha dejado de caer desde las once de la mañana, Juana se sienta en su viejo sillón café de madera, el tapiz de flores desgastado y raído ha perdido el acolchado. Ahí posa sus ciento sesenta libras, se acomoda junto al escaparate caoba, en donde guarda los recuerdos importantes, de los eventos sociales a los que ha asistido. Un mueble largo, alto y redondo con puertas de cristal, es el guardián de miles de figuras de toda índole, sus tres pisos contienen los detalles de tantas conmemoraciones: bautizos, primeras comuniones, aniversarios, misas de difuntos, bodas de plata, de oro

En la parte superior formados en circulo cual ronda infantil, están los libros de oraciones, proverbios chinos, cofres con rosarios, llaveros en forma de cuadernos con fotos de los homenajeados, crucifijos, estampas de vírgenes, santos y figuras de divinos niños.

Abajo reposan zapatos diminutos de cerámica vidriada, flores de tela, floreros de loza, cofres de madera, pequeñas cajas musicales, broches de metal oxidado, chambras diminutas tejidas en perlé, juegos de té bordados con hilo dorado, cuchillería diminuta de plata.

En la parte inferior descansan los detalles más grandes, ramos de novia, azahares, zapatillas de quinceañera, canastas de sortijas, peinetas adornadas, copas de bacará decoradas con encaje, ajiceras, bomboneras, todo cubierto por una capa espesa e imperceptible de polvo que con el paso de las décadas se ha adherido a los objetos hasta ser parte de ellos.

LA NOCHE

La noche

Se acercan las horas oscuras en las que intento conciliar el sueño, pero al cerrar los ojos vuelvo a sentir el dolor intenso, asfixiante, el ardor insoportable de aquella escena de diciembre pasado, cuando una fritura hizo estallar el aceite de la olla en mi cara. Me despierto sobresaltada en medio del recuerdo, con el corazón palpitando a mil, las manos sudadas, el dolor de mi rostro y manos me recuerdan que no fue una pesadilla, que fue real.

Una sombra gigante gris y ruidosa me cubre por completo, solo a mí, nadie más en casa siente lo que vivo. Los analgésicos hacen su parte, adormecen el dolor, pero el recuerdo lo aviva. Intento acomodarme en la cama, no hay muchas opciones, debo dormir boca arriba para no rozarme con la frazada, al mínimo contacto siento que el dolor vuelve, en realidad es el recuerdo de aquel infierno que hizo sentir que mi rostro se caía en pedazos, que estaba al rojo vivo, con la sangre brotando, la carne al aire y que mi piel se derretía como mantequilla. Todas esas sensaciones se reviven al mínimo intento de dormir, apenas bajo los párpados que están casi cerrados por la inflamación, vuelvo a aquel lugar que no quiero ni nombrar; recuerdo mi risa antes del accidente y escucho el estallido que me dio contra el muro de la desfiguración, que me enfrentó a la posibilidad de perder mis facciones, de dejar de ser visiblemente yo.

¡DEL CARCHI MI SEÑOR..!

¡Del Carchi mi señor..!

Por #ElAmigoFroy

 

¿Me preguntas que de dónde soy?

Acaso no has escuchado mi habladito,
mis dichos y entredichos.
Ese humor pintoresco
junto a la berraquera “carapazeana”
y mi gusto por la papa.

 

Tomo cafecito pasado,
si es con piquete, mejor
Me gusta la misquie,
las papitas con concho,
también el hornado pastuso,
cumbalazo y los jugos del Central.

Solía jugar en Los Martínez,
cruzaba Los Tres Chorros
y me perdía en Las Canoas.
Me escondía del duende,
me asustaba la llorona
y jamás cruzaba bajo la escalera.

La casa que olía a higos

La Casa que olía a higos

La casa de mis viejos, a la que llegué temeroso porque la noche la envolvía entre sombras e imaginarios que solo estaban en mi cabeza. A la que, en principio, no podía entrar por miedo al viejo Tony, un perro baboso que solo se amansaba ante la mano de mi padre. La casa que olía a papa, calabazo, habas, maíz y a tierra húmeda labrada por ese campesino que se adelantaba al sol para compartir con la vecindad.

La vieja casona estaba rodeada solo de terrenos, silencio y paz. Se podía entrar por cualquier lado, solo era cuestión de cruzar los alambrados y dar un par de saltos. Incluso, solía dar un grito para que salgan a mi encuentro y recibir la bendición de mi madre.

Era de despertares helados y de agua que mordía del frío; de exclusiva vista al Chiles y Cumbal… de la que era imposible salir con los zapatos limpios o de la que solía quedarme aguaitando, junto al callejón que daba a la Bolívar, hasta verlo salir al amigo Summy con destino a la unidad 189… cuando ese taxi ya no estaba, era casi un hecho que llegaba tarde a La Salle.

El Reloj

El reloj

Aquel hombre levanta con dificultad la puerta corrediza, el brazo derecho tiembla por el esfuerzo, lo sacude y sus dedos chocan entre sí, limpia la manga de la vieja chompa café, aplaude sus manos para sacar el polvo. Con paso lento ingresa, cuelga las llave, guarda los candados en un estante, se coloca tras la vitrina, revisa a vuelo de pájaro que cada cosa se encuentre en su lugar: la balanza, el estuche de desarmadores diminutos, el martillo, don cinceles, la brocha pequeñita , las pilas nuevas en sus empaques, los relojes que tiene por reparar, las luna rota de un Citizen, la correa de un Bulova, al costado la foto de su madre anciana, el calendario de 1983 de autos clásicos, la libreta militar, el permiso de funcionamiento otorgado por el municipio. En el cajón de la vitrina: los paños grises y rojos que sirven para dar lustre a los relojes. Unos centavos de sucre, recuerdo de que algún fuimos patria. Sobre el apoyador las fotos anuales del club de futbol barrial, desde cuando era niño hasta ahora que es parte del directorio y la foto de una mujer de espaldas parada en una colina que parece estar mirando a la ciudad, el vestido azul luce descolorido, se distingue el cabello ligeramente rizado, la foto envejecida como el dueño sigue a la espera de un nombre, de un momento, el relojero se queda pasmado mirándola, como en sus veintes, cuando alguien dejó es fotografía bajo la puerta, sin dirección, sin remitente, solo la fecha 18 de junio 1868, cree reconocer un aroma de algo ya vivido. Por años esperó encontrar una pista de aquella mujer, por años desechó las opciones de posibles novias y esposas. Luego de los cuarenta creyó que era una locura sin embargo guardó el lado derecho de su cama para un gran amor que latía en su recuerdo, la esperanza se escondía en lo agudo de su alma, en donde ni él podía recordarla.